Quinto capítulo: la deriva del pensar al otro y desde el otro

Pensar el otro desde, o sobre él, es posible? ¿Cuál es la enorme diferencia de la otredad donada? ¿Cómo es posible pensar al otro desde el otro? ¿Qué sucede cuando el pensamiento viene marcado por la otredad del otro? ¿En que consiste la radicalidad de este nuevo pensamiento? ¿Debe ser doblegado el pensamiento con el fenómeno de la alteridad?

  1. La absoluta novedad y la insalvable limitación del otro

El otro es una vía singular y concreta que acontece en un lugar y en un tiempo peculiar. La singularidad de su ubicación es constitutiva de sí. Acontece en un tiempo vernaculamente condenado por el universal. Él es el indecible por carecer de método y confirmación de su existencia. El otro es eternamente silenciado, por ello es una ausencia sin ausencia porque sólo se puede tener conciencia de una carencia sin presencia. Sin embargo su presencia no puede ser pensada ni ilusionada. En sentido estricto, el otro es la metafísica de la ausencia radical porque es la afirmación de una negación sin afirmación como si la negación fuera el principio de todos los principios. El otro es el no-estado del no-ser. Y de lo que nunca ha estado no nos atrevemos a afirmar su respaldo. Él es lo que no puede ser dicho ni pensado.

Ante la falta de estatuto de la singularidad para el pensamiento y la metafísica occidentales, la pretensión del advenimiento del otro exige la creación de la dimensión de lo inaudito e inexplicable. De esta manera, damos valor a aquello que no puede ser pensado y por tanto, no-comprendido, sin por ello creer debe ser incomprendido. La no-comprensión cae en incomprensión por estrategia del poder, mientras que la no-comprensión aislada, en sentido estricto, es un interrogante sin respuesta satisfactoria. La no-comprensión puede ser comprendida por intervención del otro. Desde ahora, la comprensión no es derecho absoluto del yo. Podemos comprender sin prender porque el otro hace parte de la dinámica de comprensión en algo que está más allá de la lógica del sujeto y del objeto.

La in-explicabilidad de lo no-comprendido inaugura un nuevo pensamiento donde el otro es el sujeto del diálogo ya no solo inacabado sino también representado en lo no-dicho. El otro es no-dicho porque no ha podido ser dicho y puede ser sin decirse. El no-dicho del otro habita en los márgenes del lenguaje. Él es lo no-dicho oculto en la universalidad sin singular ni peculiar. Por consiguiente, el otro singular y peculiar escapa a toda tradición, a todo discurso; accesible únicamente por la de(s)construcción.[1] De hecho, el pensamiento del otro como indecible entra en la ley más lúcida y más sospechosa. El pensar al otro es un nuevo pensamiento en el área de la otredad de lo indecible.

Los métodos son inservibles para el acceso al otro; sospechosos desde su presentación porque muestran aquello que ya ha sido demostrado. El resultado del otro es una finalidad cartografiada. El otro sin-método es ley de la indecibilidad porque dicha ley resulta absolutamente extraña a la homogeneidad y univocidad de la institución. En verdad, el otro como posibilidad de comienzo solo puede ser nuevo método en la revisión y desmonte de la tradición, final de lo anterior; de lo contrario, el fonos original no aparece. En efecto, el fonos del otro, siempre silenciado en la tradición, no es lo conocido, por ello es radicalmente nuevo. De lo inaudible pasa a ser la nueva música. Su irrupción es conciencia del olvido del algo que nunca antes ha sido percibido como otro; así, no puede ser olvidado.

 

El otro, asegura Derrida, no es el otro lado del opuesto, en tal sentido, no es el no-yo. Su aparecimiento doxico desmonta las oposiciones jerarquizadas, por consiguiente no es la doxa de la para-doxa. El otro no es lógico, ni dialéctico porque no es la punta de un proceso ni su síntesis, ni el olvido del ser en el no-ser. Porque no hay realidad del otro en el opuesto, el otro no es lo que no soy yo como tampoco no es la no-identidad. Él es la más auténtica de las paradojas porque no es no-yo aunque ha existido en la negación del yo.

Ante tales circunstancias, el pensar al otro es esfuerzo de de(s)construcción de enunciados, contenidos de sentido y relaciones y estructuras institucionales. Colocarse contra las formas históricas de su configuración es un principio de terquedad fundamental porque su base no es logocentrica. El otro no se devela en el dar razón, garantizar o legitimar. Derrida dice al respecto: “En el espacio del logocentrismo se desarrolla la gran maquinaría del saber y del poder regida por la instancia formal y pretendidamente neutra de lo uno y de lo mismo.” [2] Así, porque el logos es constituido por lo uno y lo mismo, jamás puede ser el otro. El otro es a-razón para el sistema, o en algunos casos, irracionalidad o sentimiento.

El pensar al otro es el momento más puro de creación ex nihilo. Algo nuevo surge cuando el otro intenta ser pensado. Sucede la acción de un crear sin invento sabiendo que ya estaba desde antes. Como creación es un riesgo porque no puede ser calculable ni definible. El otro es lo intraducible, por eso no es una operación, ni un acto, es un acontecimiento.

En realidad, el pensar el otro es pensar sobre el otro, he ahí el riesgo y el reto. El pensar sobre… no es el pensar de…. El pensar sobre… se dirige vertiginosamente hacia la repetición porque es un movimiento sin desplazamiento. Para romper la repetición se necesita ir de la mano del concepto roto y agujereado de la différance que se dispersa hacia lo otro del concepto; es la diseminación del nuevo concepto de escritura a la caza de la apreciación, de lo impalpable y la improvisación.[3]

El pensamiento del otro, con la perdida en la comodidad sobre el otro, implica otras formas que nos parecen extrañas, y sin embargo le son totalmente familiares a la diferencia. El otro es una forma de contrato que viene del pensamiento y se dirige a la praxis. Pensar al otro es concordar de otro modo; pactar diferentemente; disociar radicalmente los deberes, los poderes y las responsabilidades. La novedad del otro es la sospecha sobre lo anterior a partir de otras formas inadvertidas e impensadas. No tenemos la seguridad de… porque no ha habido un pensamiento que piense diferentemente el establecimiento de la institución. No olvidemos que la institución ha sido la prohibición vernácula de otras formas de relación, de derechos, de existir de la existencia. Así, el pensar de otra manera es crear de otro modo; instituir desde otra perspectiva; pactar desde la perdida de las seguridades ancestrales; lo cual implica el enfrentamiento de las nuevas prácticas con nuevas definiciones y en nuevos escenarios, para una nueva escritura y lectura de la vida; es el enfrentamiento del nuevo tiempo.

La circularidad de la tragedia o, la linearidiad newtoniana-kantiana de la modernidad o, la espiral hegeliana, son formas geométricas temporales cuestionadas por el tiempo del otro. La fecha del otro es acontecimiento no retenido en la escala. La otredad es un tiempo dentro de otro tiempo a la manera de dos historias; dos tiempos entregados a una especie de altercado en una forma de anacronía de sí y en sí. La no-coincidencia declara la inexactitud numérica. Se trata de un nuevo tiempo en mi tiempo y en el tiempo del otro. El otro ya no es la permanencia en el yo desde el antes y el después, es un trastorno para la identidad, un malestar de la instalación, una inestabilidad de la armonía, el Dionisios griego, un final repetitivo que no coincide consigo mismo.

El tiempo del otro es el ritmo que se altera por el tiempo del yo sin modificación en su carácter inaccesible. La adaptación temporal nunca puede ser una nueva naturaleza. El inalterable de su antigüedad, es anterior al pensamiento e incalculable para la novedad. Sin dejar de ser antiguo es siempre nuevo para el significado del encuentro. El otro es lo totalmente antiguo y absolutamente nuevo.

El otro, en su tiempo, me pone en cuestión, así como es puesto en cuestión por mi tiempo. Él intercambia a pesar de su no-intención, él da aunque no quiera dar y recibe aunque se rehuse a recibir. El otro es irrupción incontrolable que nos coloca en situación de semejanza. Nos vemos aunque no levantemos la mirada. Los límites previstos ya no son los mismos a medida que se desarrolla la noción de semejanza y de afinidad. No hay semejanza y afinidad sin otro. Nos parecemos sin deseo o con deseo porque el otro es influencia acérrima. Ya nada se puede esconder, ni nadie puede dejar de ser vulnerable. La influencia es insoslayable por lo que el anonimato es una mentira. Él está ahí, y no podemos obviar su presencia. Su asesinato es la insostenible presencia. Desde ahora la fórmula identitaria tiene que ver con el ordenamiento de estos tres elementos: el yo, el otro y la influencia. En consecuencia, nadie puede ser construcción de sí y para sí ya que el aislacionismo es una ilusión.

Otra nueva noción hace parte de la invención: la separación. Por el otro empezamos a estar separados. Depende de donde nos encontramos, seremos marginados o marginadores, discriminados o discriminadores, aislados o relacionados. Una nueva relación adviene y otro es el significado de culpa. La separación es el dato que proviene de la conciencia que se considera cercana. El mensaje es cínico: sin otro no hay marginación, a pesar de la existencia anterior de los márgenes. El marginado ocupa el margen del texto. El margen de la separación puede ser creciente como aislamiento, y a veces abrupto en sus desplazamientos.

La semejanza y separación por el otro y del otro pudiera dar la impresión de certidumbre. Sin embargo, el encuentro es ambiguo porque con el otro nos situamos definitivamente en el camino del otro al mismo tiempo que el otro se sitúa en nuestro camino. La otredad del otro des-orienta la seguridad del yo: no sabemos a donde vamos porque no sabemos que sabemos. Si pensar es ver, no vemos a donde vamos porque tampoco sabemos a donde vamos. Pero, en la medida que no sabemos a donde vamos, podemos dar algún paso. Nadie da un paso cuando sabe hacia donde va. Podemos saber lo bastante del otro como para no querer ir, para sentir todo el terror porque las cosas no marcharán bien para mí porque el otro es la pérdida de una armonía que quizás no ha sido sino una falsa armonía. Saber hacia donde me lleva el otro sería igual a no querer ir allá. No, en realidad, el otro es incertidumbre pura.

A pesar de su incertidumbre o por ella misma, nos fijamos un objetivo, una representación y a través del camino del simbolismo hacemos la apertura de aquello que no tenemos seguridad de su apertura. El símbolo comienza abriendo lo impenetrable porque él es la violación de la intimidad. El nombre propio es lo primero que tenemos de él y quizás lo único que podemos tener de él. Todo lo demás es pura y absoluta idealidad apropiada y encerrada como engañosa realidad. En efecto, el otro vive encadenado a la lengua, a la tematización, al simbolismo, a la distancia desde el inicio hasta el final. Por tal motivo, afirmamos que el otro es un objeto temático para la idealidad y no temático en la realidad, no tematizable en su temática, en el discurso y en la necesidad.

El hablar sobre el otro es necesidad de semejanza, afinidad y de márgenes para el yo y para el otro. En realidad no se aprende a dialogar con el otro y a vivir con él, se aprende a caminar por medio del símbolo, por intermedio de estos, y enclaustrado en ellos. Aún, la misma noción de necesidad circula por los túneles de acceso y de limitación. En consecuencia, la necesidad del otro no es triunfo por la idealidad de sus medios. El otro es posibilidad de rendición porque los medios nunca son seguros ni para el otro ni para el yo. En cierta forma, inter-actuar con el otro es admitir la posibilidad de no llegar al otro ni al yo. El saber es mediado por el lenguaje, lo cual es una frustración experimentada como no-frustración, porque no llegar es una liberación del otro. La toma del otro es un imposible porque sus cárceles son las del lenguaje. Así, al otro se llega por lenguaje lo que hace que nunca se llegue. No arribamos aunque pensemos llegar porque nos está absolutamente prohibido. La prohibición de todas las prohibiciones es está, la más irresistible, la más humillante de todas, el comienzo de todas la locuras. La tragedia antigua y moderna es: vivir abierto infinitamente en el de(s)encuentro del encuentro. Por lo tanto, nadie puede negar que todo apretón de manos es una traición y que el de(s)encuentro es la única realidad segura en la pasión que es ese otro al que nunca podemos llegar a conocer con certeza.

La idealidad del otro vive encadenada a la lengua natural, al objeto no matemático y no matematizable, a lo siempre diferente. Tal encadenamiento es anterior al interés filosófico y posterior por sus resultados. En consecuencia, el saber sobre el otro es un saber diferente al saber del otro y quizás esta sea la única disyuntiva válida y salvadora. Ante tal limitación queda latente la pregunta sobre quién es el otro.

  1. ¿Quién es el otro?

 

La pregunta por el otro transforma no solo el concepto sobre el otro desde el momento que es enunciada sino que también distorsiona la pregunta. La pregunta sobre quién es?, se confunde con la pregunta: qué es? La pregunta sobre el ser es indistinta para el sujeto y el objeto. La objetualidad del ser es visible en la subjetividad del quién, del mismo modo que la subjetividad de la respuesta se vislumbra en la objetualidad de qué. Para ambas, la sensación de perdida antecede a la pregunta. El no-saber del ser constituye la angustia metafísica del preguntar. Preguntamos porque no sabemos o porque no tenemos seguridad con lo sabido, aunque también la pregunta puede estar envuelta en la mala fe cuando aquello que se busca es la confirmación o la infirmación de algo ya sabido antes del preguntar.

Pero, más allá de la in-distinción del preguntar por el ser, la pregunta más radical es: ¿qué significa la pregunta sobre el ser del otro? ¿Para qué nos sirve? ¿Qué sentido tiene preguntar por el otro? La pregunta sobre el quién encamina el decir hacia el decir de otra manera. El otro siempre ha sido una respuesta antes de cualquier preguntar. El decir entra en vilo con el preguntar. Es como si no pudiéramos seguir diciendo de cualquier manera. El asimismo se transforma en inquietud. La fascinación de la inscripción del otro se transforma en preocupación que nos precede. Ya nada puede ser igual a pesar de la no-respuesta o de recurrir a las respuestas anteriores. La inquietud del preguntar busca su tranquilidad sin el saber de una pérdida irreparable.

 

Las huellas que impulsan la pregunta, no solo de la inquietud, entran en una fase de inestabilidad hasta el punto de poder ser borradas. La pregunta es actitud astuta frente a la huella arrebatada por el preguntar. La consideración de sí busca borrarla. En realidad, la pregunta puede ser espontánea pero no es ingenua ya que se conecta con lo totalmente anterior. La huella es para el preguntar, realización de sí, en el producirse a costa de borrarse. Así, el quien es?, es confrontación con aquello que nosotros creíamos que era.

El preguntar sobre el otro significa la translación del ser al campo del pensar. A la incertidumbre del ser respondemos con la certidumbre del pensar. Aquello que yo pienso es la tendencia espontánea del contestar. De tal modo, no es raro experimentar la ilusión del pensar como productor del ser porque el ser es un acto del pensar. Sin embargo, el otro es absolutamente anterior al pensar. Preguntamos porque vemos al otro, porque chocamos con su corporeidad, porque tocamos su piel y lo escuchamos. El otro es un existir no necesitado de nuestro pensar para existir. Su pensar puede aislarse de nuestro existir. El otro es, como en el caso de la fenomenología husserliana, el “principio de los principios” a saber el intuicionismo, el privilegio absoluto del presente viviente, la inatención al problema de su propia enunciación fenomenológica. Así, el saber sobre el otro o el saber sobre sí no es urgente para su existir; sólo es urgente desde su pregunta.

El otro es presencia sobre el pensamiento, es cuerpo sobre la idea, es singularidad sobre la generalidad, es concreto sobre el abstracto. Su existir peculiar no puede ser sino inatención. El otro vive fuera de…, es experimentable en el margen. Aunque se atienda, es lo inatendido. No es lo que no soy yo, a pesar de no ser yo. El otro es otro como presencia, lo cual no es igual a ser no-yo como dato. No obstante el poder ser abordable por el lenguaje dentro de una descripción eidética o transcendenta,l no puede ser sometido a ninguna epojé. Su presencia es una axiomática impensada, es un acontecimiento inoportuno, es algo que rebasa el calculo de la espera. Puede ser pensado pero ya no como lo mismo. El otro es irreductiblemente otro, lo cual limita el despliegue de toda escritura y el seguimiento de la huella.

 

La respuesta a la pregunta es un hablar desde el yo y/o desde el otro. El otro tiene el exclusivo derecho a decir quién es él. La interpelación no es una obligación. El dueño del decir sobre sí es el otro y nunca puede ser el yo en el plano de las relaciones. La legitimidad del yo para decir sobre el otro la concede el otro. Pero no confundamos la claridad del derecho con la pertinencia del hablar. El hablar es el cómo en el orden del arte. Para hablar del otro no hay método, como lo explicamos anteriormente. Nunca se sabe a ciencia cierta como hablar del otro porque el hablar le pertenece solo a él. Todo lo demás es murmuración o chisme. En realidad, debemos aclarar que el hablar del otro corresponde a un dispositivo por encima de un método, dispositivo siempre abierto sobre su propio abismo. No hay caminos claros para el hablar. El hablar no elimina la ofensa, ni el derecho del silencio a no decir como un decir violento. Evitar el método es no cerrar el dialogo, es no clausurarlo a pesar de las agresiones, es dejarlo siempre abierto y vulnerable. El dialogo con el otro es, aún, rehusar cualquier formalización rígida de las reglas de escritura, de lectura y de interpretación. En efecto, el hablar del otro, como lo inesperado e irreductible, así lo exige.

El hablar del otro devalúa el pensamiento del yo. La devaluación acontece en el querer del yo. El otro es resistencia que resistimos, pero en el campo del deseo es devaluación que no queremos resistir. El otro es una pérdida de sí para nuestro carácter repetitivo y oscuramente compulsivo. La pérdida puede ser la ganancia más importante en cuanto que el otro apunta a una lista de constricciones de larga duración. Contradicciones, denegaciones, decretos dogmáticos pertenecientes al yo, emergen con y en el hablar del otro. Puede ser que el yo no esté dispuesto a la perdida, entonces, comienza el sufrimiento. El topos de las constricciones no es localizable en la cultura ni en la ontología, ni en la enciclopedia; se difumina en el universo de la naturaleza de las exclusiones y las excomuniones. Nadie puede impedir la conversión de la presencia del otro en la crítica de sí.[4]

El aspecto definible del otro es la diferencia. En ella está su carácter explosivo. El otro es sustancialmente diferente, es diferencia pura. La différance del otro es constituyente, re-constituyente y de(s)constituyente. No se evidencia en un primer instante como algo constituido por… Tal estatuto hace de la otredad una deformación abusiva de las nociones corrientes, de los contenidos apacibles, de los sentidos indestronables. La escritura y la interpretación son colocadas en cuestión; entonces, sucede la transformación por la ruptura conceptual. Ha sido deformada una relación acreditada y autorizada.

Sin embargo, la diferencia no está ya constituida; no lo puede estar porque nunca lo ha estado, porque la diferencia no existe; por eso su admisión es un nuevo nacimiento en el desplazamiento de lo antiguo. Ella nace entre la palabra y el concepto, entre lo que creíamos in-desplazable e inaplazable. Por tal motivo, el otro viene como una relación desviada, oblicua y a veces frontalmente crítica frente a lo que dominaba el afloramiento más visible y más vistoso. Con el otro, han sido desestabilizadas las presuposiciones metafísicas y debemos admitir la retirada de la tradición académica de la modernidad.

A pesar de su condición crítica por el desplazamiento y el reemplazamiento de lo impensado, porque ya había sido pensado, el otro conserva el efecto merecido del hermetismo. Él se atrinchera justificadamente sin entendimiento y por mera fuerza de conservación. Se esconde, primero, para sobrevivir y luego, porque abrirse no lo es todo. Su soledad aumenta la crisis porque es el símbolo inabordable de sí. Al conservar su distancia en el encuentro, la pasión de la posesión se acrecienta. Él sigue siendo próximo sin dejar de estar solo y de ser aislamiento. Alarga la mano y en cada apretón, sucede la huida.

La peculariedad del otro subyace en la escena admirativa del particular. La fuerza de la transformación depende del choque del particular, provocando la acción de la diseminación porque la autoridad, los derechos y la legitimidad se limitan. La particularidad del otro es la iniciación de una geometría laberíntica de los itinerarios. Su admisión es el inicio de las transacciones y las negociaciones y su discurso es el desarrollo de una problemática hacia discursos menos lineares y más arriesgados por el cruce de los corporas, mezclas de géneros y modos.

La problematicidad del discurso del otro obedece a su aparecimiento en formas anamorficas y laberínticas. Sin embargo su problema no es la multiplicidad sino la legibilidad venida por su condición intraducible, difícilmente transportable y sin posibilidad de identificar y clasificar. Así, la experiencia del problema se manifiesta en el desconcierto, el retorcido y lo desesperante del otro. Un problema del que no se puede huir porque el otro está siempre ahí y desde entonces ya no sabemos si tenemos razón. El otro nos ha dejado en el malestar de no saber dónde estamos ni saber hacia dónde vamos. Todas nuestras narrativas son anacrónicas. La insistencia del otro hace del yo algo tan débil como un signo de puntuación en un texto inacabado. De pronto, nos vemos montados en una estrategia sin finalidad, aleatoria, confesada en el saber de no saber hacia dónde va.

  1. La relación con el otro

 ¿Cómo relacionarse con el otro?, es la pregunta del hacer, la cual implica el pensar lo que viene. El otro está ahí, qué hago? Debo pensar en el diseño de una anticipación. La alteridad sigue entre interrogantes. Seguimos en la condición de sonámbulos en el preguntar; sonámbulos dispuestos a soñar porque es preciso soñar. El cómo entra en el túnel del pensar; es como si la alteridad no pudiese realizarse sin el pensar de algo, aunque admitamos el rebasamiento del pensamiento. La pregunta sobre el hacer es un pensar el hacer aunque no por hacer se piensa ni por pensar, hagamos. La pregunta por el cómo despierta el pensar y lo coloca en posición de expectativa, de vigilia, a la caza de salidas. El qué hacer del cómo es un pensar que sustituye el hacer. El qué hacer del relacionar es una pregunta indeterminada que intenta ser determinada por el pensar que viene. La determinación acontece en el horizonte del no-visible. La pregunta es un darse a pensar y darse a pensar es un hacer, por lo que el pensar regresa al punto de partida de la acción. Se piensa lo que viene, ante lo que sucede, ante el evento que está por venir para saber que hacer como saber pensado y actuado. Así, el hacer es un pensar que nos lanza al hacer por medio del pensamiento que se engendra en lo todavía no-real por no-presente. En sentido estricto, el pensar del hacer es una anticipación del deseo.

El hacer del cómo viene sin escuchar ningún llamado, no es un deber, ni una ley. No hay reglas ni documentos cuando se pregunta aunque después se recurra a ellas; en cierto sentido, el cómo no tiene libreto porque implica el pensar del otro. La epoje de la intuición pertenece al preguntarse sobre el cómo. El otro no ha sido probado por la historia; es un campo virgen para la ontología. La pregunta revoluciona el pensamiento porque en el cómo relacionarse con el otro la justicia es convocada, llamada, invitada. El cómo de la relación con el otro, es una pregunta de justicia. La otredad es comprendida en ella. Suponemos, de manera inversa, que actuar sin la perspectiva de la otredad preguntada es deambular en la injusticia. Las preguntas sin otro reproducen la injusticia de una manera increíble. Por consiguiente, el pensar del otro es un asunto de bien.

Al ser la justicia parte esencial del preguntar por el otro e imprescindible del pensar, entonces, queda al descubierto que la pregunta es una llamada que desde antes ha sido realizada por el deber del ser justo. En realidad, nosotros no llamamos al otro, el otro es quien nos llama; la llamada no viene de sí, sino del otro. El preguntar por lo justo es totalmente posterior a la justicia que merece el otro. La justicia se muestra como lo totalmente anterior al pensar. Así, la razón del progreso es destruida porque la justicia es un arcaísmo que no puede ser construcción del progreso sino del retroceso a la justicia que merece el otro desde el principio, a la manera del único merecimiento que no puede progresar porque no puede ser superado. La justicia para con el otro es un derecho sin sustitución; sólo admite el perfeccionamiento y el recurso a la aplicación. Por consiguiente, el perdón y la reparación hacen parte del reconocimiento de la otredad. El perdón viene de ese rompimiento que ocurrió a pesar del no-querer; perdonar es la colocación en cuestión del progreso del aufklerung porque la justicia la merece el otro desde antes y la anhelamos para después ya que no ha existido desde antes. En consecuencia la novedad de la justicia sólo concierne a su aplicación; en realidad es un concepto más antiguo que la antigüedad.

El qué hacer del cómo es una cuestión de justicia por lo que dispone de una genealogía muy noble, a la vez ética y política. La cuestión de la justicia de qué hacer de la otredad, revela la crisis, la hace visible. Nos preguntamos por el cómo relacionar cuando no sabemos cómo se hace o, cuando los diferentes maneras del cómo han sido colocados en cuestión. No hay seguridad en el cómo anterior; así, la pregunta implica la crisis de la modernidad, la crisis total de la crisis porque la pregunta nace en la gravedad del momento. No sabemos que hacer e intentamos saberlo pero el intento también es grave porque cuando se pierde la seguridad del hacer anterior no podemos hacer como si ya todo estuviera solucionada; falta la comprobación del nuevo hacer del pensar, lo cual deja a la relación con el otro en una situación determinada a medias. Con la claridad del hacer del pensar la gravedad no ha sido eliminada.

En efecto, la pregunta ha surgido en la gravedad de la historia y cuando nos preguntamos sobre cómo ha podido ser enunciada nos parece imposible porque su invento implicó unas ciertas condiciones dentro de la gravedad de la situación. Ella aparece suspendida, casi como ficción, en un recuadro inexplicable, bordeando el ímpetu de la normalidad y sin el poder de salir. Antes, no surgió, es ahora cuando puede ser dicha, no como un acto venido del poder sino en la situación más desvalida y débil de la historia. La pregunta es la herencia de la gravedad del aquí y del ahora. El atrevimiento de la pregunta surgió en el invento radical de las condiciones mismas de la pregunta.

La respuesta a la pregunta nos lanza a la construcción de pensamientos inherentes al porvenir. Y como el porvenir es lo que todavía no hay, porque está por venir, entonces, la respuesta es tarea de adivinos. Nada más enigmático que el futuro. La magia del pensamiento es desarrollada por la obligatoriedad de pensar lo que queremos que venga o lo que debe venir de una vez por todas. Pensar el futuro de la otredad es advertir que estamos muy lejos de la evidencia positivista. El que hacer del cómo resuena al borde del abismo y del caos, precede la revolución: “Por otra parte, el abismo abierto al khaos es también la forma abierta y vana de mi boca (khainö), la del menton caído, cuando ya no sé qué decir, pero también cuando llamo o cuando tengo hambre.” [5]

El pensamiento del futuro lo hacemos, puestos el sombrero de magos. El futuro que pensamos es un revolcón al pasado. Decretamos la mayor asimetría entre el pasado y el futuro. Nada puede ser igual porque nunca nada ha sido igual. El posible interés arcaico ha caído en desuso no por estar pasado de moda. Las palabras como revolución, emancipación y justicia, emergen dentro del pasado revuelto.

La practicidad del cómo relacionarme con el otro abre el compás hacia otras preguntas: qué saber? Qué esperar? Qué desear? Sin embargo la pertinencia del preguntar múltiple no está en el preguntar mismo. La competencia del preguntar viene del otro; de lo que entendemos por otro; de lo que creemos que es el otro. Sí el saber por el otro es completo, el preguntar es una pérdida de tiempo. Una pregunta no podría ser hecha cuando todavía creemos estar en la posición del saber. El saber cerrado es incapaz de articular las preguntas sobre el otro.

La pregunta es el inicio de la respuesta; y la respuesta, de la distinción. La distinción de la respuesta válida la pregunta y el preguntar sobre la misma. A medida que contestemos al cómo relacionarnos con el otro ocurre la distinción radical de una relación en la que el otro es objeto de la pregunta y sujeto de la respuesta. El cómo viene el otro es compatible con el otro que viene. La respuesta opera el de(s)fase de una inadecuación incalculable, de una interrupción transcendente. El otro de la nueva relación es una la irreductible inadecuación de Levinas; la desproporción infinita; “la relación con otro, o sea con la justicia.” [6]

La pregunta del cómo relacionarme con el otro se desplaza de una manera impensable porque en la respuesta es el otro quien se relaciona y quien define el cómo de la relación. El otro es el eco desde el apriorismo. En el momento del encuentro sucede el cambio de la regla porque no soy yo quien puede contestar la pregunta. Por tal motivo, la respuesta por el otro solo puede contestarse en el decir del otro lo cual implica el rompimiento con la armonía del yo y la perdida de lo propio.

La otredad relacionada como pregunta y respuesta señala la diferencia del otro en cuanto sentido porque la relación nos conduce a la pregunta: qué es del otro? La relación es un indagar en la diferencia del otro que se comporta como exacerbación del concepto y es igual a lo que llama Derrida, “elogio de la margen.” El otro es un ataque al concepto porque es la fractura de lo real. La homogeneización pierde protagonismo. Ahora, el otro no puede ser resumido en ninguna tesis de ningún tipo; es la fractura que convierte todo en obsoleto porque no hay circunscripción a un código de connotaciones anteriores. La novedad, en sentido estricto, no puede ser regulada.

El otro venido en la pregunta no es margen por el que preferimos no pasar para evitar el peligro de la caída, como tampoco es respeto tomado en la distancia sin necesidad de pensar en él. Dejarlo en la periferia debido a su función primordial en el discurso es contentarse con la relación tangencial. No, el otro de la pregunta no se contenta con dar vueltas alrededor de un centro. El otro trastoca el mundo conceptual porque ingresa en una posición intratable. Ya no es el otro extremo del extremo. Por el otro, el yo ya no descansa sobre sí mismo.

La pregunta sobre el ser a la que nos condujo el cómo de la relación no puede ser contestada porque hacerlo sería recurrir a respuestas ya anticipadas. El ser del otro no encaja en las respuestas ya elaboradas precisamente por la condición irreductible del otro en el ser. El otro es absolutamente el acontecimiento que no puede ser dicho en lo que ocurre porque el acontecimiento es la negación del hecho conocido y analizado. El acontecimiento es sin zócalo arqueológico; arrastra y hace saltar la seguridad; es como un traumatismo. El acontecimiento en sí mismo no es anticipable porque pertenece a la lógica de lo reprimido. El otro como acontecimiento ha existido perdido y adviene perdiéndose. En realidad, la naturaleza del acontecimiento es la conveniencia para que el otro se nos ofrezca como otro.

No hay propio ni impropio en el otro-acontecimiento. La propiedad del yo no tiene límites precisos. La propiedad es injusta sin y con el otro. El otro no es propiedad ni apropiación. Lo tuyo y lo mío se definió cuando el acontecimiento era impensable. La destrucción de la apropiación es la imposible reapropiación. Los márgenes de la propiedad son vencidos y ocurre un derramamiento simbólico por la ruptura de los lazos tensos de logo y falo-centrismo. La misma autoridad filosófica ha sido contestada.

El imprevisto del acontecimiento se articula con la anterioridad del otro. El otro es imprevisto porque es radicalmente anterior. La anterioridad del otro nos dice que no hay programa que valga y que siempre se puede fallar con el otro. El otro es alguien para reconocer, para aprender a relacionar, es un saber que no nunca se puede saber y del que nunca podemos tener seguridad. En cada gesto, en cada falla, en cada acierto, en cada titubeo aprendemos algo que solo está garantizado cuando volvemos a reaprender lo que ha sido aprendido.

En fin, el acontecimiento del otro que está ahí es, en realidad, lo que nos lleva a buscar las palabras; a preguntarnos sobre cómo relacionarnos. No hay derecho de postergación; el otro está ahí y es importante que esté reciba lo preciso, sobre todo, en el ámbito de la política. El otro merece lo justo y lo preciso en el universo político-sexual. El no-saber de las palabras, el desconocimiento de la relación se deja guiar por lo preciso de la ética. Luego, la imprecisión nunca es exacta; la postergación es siempre un responder y la improvisación siempre está preparada de antemano.

  1. El pensar al otro

El pensamiento de la alteridad implica la construcción de nuevos conceptos que a pesar de todo deben partir de lo mismo; de está manera, nos introducimos en la dinámica del eterno retorno porque se va al principio para conocer lo que está después. Pudiésemos decir que se trata de la intuición netzschena: en el revenir del eterno retorno se encuentra la superación de la tragedia. En cierto sentido, toda novedad es un arcaísmo. Así, aprender a pensar la alteridad es tender un puente entre el pensamiento y la naturaleza en un acto de complicidad profunda y en aras de la creación de algo más antiguo que el mismo pensamiento.

Sin embargo, el pensamiento del otro es la emergencia de una problemática sin el conocimiento de las condiciones previstas para el planteamiento del problema. El otro es un problema sin formato; aún, sin la misma conciencia del problema. El otro es la ingenuidad más pura de la crisis. Tal vacío se identifica fácilmente con el inconsciente y rehuye a la presentación de la conciencia porque su presencia es la emergencia en la colocación de problemas sin aprender a saber como se enuncian las condiciones del problema empírico.

El pensamiento de la alteridad es una composición de notas discordantes a partir del propio cuerpo. El alter vive involucrado en los puntos singulares corpóreos no por inmateriales, y extranjeros no por lejanos. Desde este punto de vista, el desconocimiento y lo insospechado se repliega sobre sí, se extiende en sí, abarcando la familiaridad cotidiana. El pensamiento del otro es el ejercicio discordante de toda forma de identidad, comenzando por la suya propia. Cada singularidad despliega nuevas multiplicidades más allá de lo numérico y seguro. La admitida singularidad es el otro de los muchos otros; es el comienzo de lo incontable.

Debido al crecimiento de lo que simplemente alcanzamos a intuir, por el repliegue de la multiplicidad y la dislocación de la identidad, las determinaciones del pensamiento son cuasi-superficiales. Ya no nos encontramos en la prepotencia de la homogeneidad; la superficialidad abunda en el espacio inaccesible del otro. Las vastas series superficiales hacen parte del acercamiento al pensamiento singular del otro. La singularidad juega con el azar; diríamos que el azar del otro es instituido por el pensamiento singular. Así, el azar total de la alteridad afirma la deriva de las series divergentes sobre la distribución nómada de las mismas porque el pensar singular es un aprender a lanzar los dados.

Sin embargo, el pensamiento singular y azaroso del otro no puede quedar en la indeterminación. La idea del otro es un diferencial que se determina y determina. La determinación es recíproca y compleja. En tal sentido, sus problemas son dialécticos y sus soluciones son matemáticas, aunque no ofrezcan resultados definitivos. Las ideas del otro son singularidades que emiten problemas y problemas que emiten singularidades. El pensar el otro determina puntos singulares a partir del caos. Las singularidades son pre-individuales e impersonales y con el pensamiento se determinan individualidades personales, pero por su fuente superficial y azarosa van a ir más allá de lo individual y personal. No hay que olvidar que las determinaciones del punto singular se realizan a partir del caos. Por lo tanto, pensar el otro no es un método o un saber, es iniciar un movimiento que se encuentra en todas partes del pensamiento, fijando sin fijar en un decir sin punto final y sin absoluto.

El pensar al otro es una eterna deriva porque originalmente se piensa al otro sin fundamento; en cierta forma, el otro es lo inalcanzable por lo que la deriva es inevitable. Derivar, deambular, danzar, son las principales características del pensar al otro. Todos los descansos no son nidos, más bien, son espacios de impulso para volver a salir en búsqueda de algo que no sabemos y que no terminaremos de saberlo. El fundamento niega el movimiento mientras que la diferencia se reporta a muchos lugares, iniciando por lo mismo y después, navegando hacia el otro y por último, ubicándose en el pensamiento de los otros. La eterna deriva es implacable porque, aun en el agotamiento, nos exige el movimiento. Es un pensar de algo que no tiene fondo por no estar fundado, lo cual describe el movimiento inmanente del eterno retorno. Por consiguiente, es un pensar impensable en la esfera de la fundación de la identidad. El movimiento del devenir diferente no tiene el poder de detenerse.

La superación de la negación es el principal rompimiento del nuevo pensar. El pensar se realiza en la torsión de la negación llamada por Deleuze, conversión. Luego, el pensamiento convertido saca su cabeza por la rendija de la negación. El otro no es lo que no-es para el pensar torsionado. La otredad es la auténtica revolución del ser. El ser vive obligado a pensarse más allá del ser y del pensar. Las fronteras seculares de la negación son dobladas para dar inicio a un nuevo espacio y tiempo en el que la mismidad corresponde a una destrucción radical de la identidad. La conversión de la negación es el laboratorio de la diferencia.

El comienzo del pensar alter se sitúa en el medio porque la alteridad ya ha sido dada. El pensar está en la mitad de lo ya dado. El precepto viene lejos. El acto de pensar intenta superar la prohibición vernácula. El comienzo no es nunca un partir de cero; así, todo comienzo ya ha tenido un comienzo en otro. El comienzo de los comienzos es la alteridad que para nosotros es la más absoluta deriva. Por lo tanto, comenzar es situarse en medio porque el auténtico comienzo ya ha sido dado.

Si pensar es pensar desde el medio y nunca existe un pensar del principio, entonces, el pensar es el acto donde los conceptos pensados pertenecen al movimiento que los piensa. Sucede que el pensamiento da origen en el medio originado por otros pensamientos que lo piensan. Así, pensar es ser pensado porque el estar en el medio es ubicarse en corrientes que nos mueven haciendo que la deriva no sea solo el otro sino el mismo pensamiento que intenta pensar algo totalmente anterior y que por tanto, señala las vías y los limites de lo que deseamos pensar. En consecuencia, pensamos al otro en el movimiento que lo piensa y escribimos sobre el concepto empujados por dicho movimiento. El pensar al otro es entrar en un régimen de pensamiento nacido con respeto a algo todavía no-nacido para el pensamiento.

Pero la deriva no sólo la establece el otro para el pensar, la deriva se agudiza en el mismo pensar. El pensar problematiza la alteridad y gracias a ella, establecemos las condiciones de la pensabilidad. La problemática del pensar al otro hace que el movimiento de las ideas establezcan las condiciones del advenimiento. Contenidos y condiciones se auto-regulan mutuamente.

El pensamiento del otro parte del pensamiento de la diferencia. La diferencia es primera con respecto a la identidad, al mismo tiempo que es fundamento de la alteridad. El otro es totalmente anterior al yo. Mientras el yo es constituido por presupuestos, el único presupuesto del otro es él mismo; por tal motivo, pensar la diferencia es pensar sin presupuestos de ningún tipo, lo cual es igual a decir que el comienzo no puede ser una crítica ni una negación. Hablar o comenzar a pensar sin presupuestos no es ningún movimiento dialéctico, es una torsión que implica el acto de negar pero como un después. Pero la huida de la negación primera está también lanzada hacia delante; lo cual significa que no podemos afirmar el olvido de la diferencia mediante la negación del pensamiento hegemónico. Afirmar al diferencia no es una negación, es una afirmación, y en tal sentido, es algo totalmente nuevo.

La diferencia como objeto del pensamiento es la superación de las oposiciones categoriales. La diferencia es una esfera mucho más primitiva que el primer supuesto de la negatividad. En efecto, la diferencia es la trascendalidad del ser por el necesario abandono de presupuestos. Ir a la diferencia es entrar al campo categorial donde todo se juega entre la afirmación y la divagación. El negativo torsionado le hace perder terreno a la negación y su ejercicio. La novedad de los conceptos no esconden la inversión de los negativos. En cierta forma, la negación es suplantada por la paradoja en el sentido de la conjunción de las oposiciones.

La diferencia es el fundamento de la alteridad, y en sentido estricto, es un fundamento sin fondo, no para la alteridad sino para sí misma. El sin-fundamento de la diferencia no es la alteración del fundamento, es la detención del movimiento calculado; por lo cual todo fundamento se viene abajo dejando de unir la identidad a lo fundado. La diferencia como fundamento hace que la identidad caiga en un eterno movimiento de deriva. El sin-fundamento es la instancia que coloca la diferencia entre el originario y la deriva.

La deriva de la diferencia es básica para forjar conceptos sin fundamento y no por ello, in-fundados. Es situar el concepto en el nomadismo, lejos de la unilateralidad del cogito; en la trampa del roto y agujereado sedentarismo. La negación de la estabilidad que realiza el nómada obliga a ir más allá de lo proposicional. El pensar al otro es una afirmación desde la que hace la ruptura, se crea el roto, se rompe el hymen tensionado en los contrarios. El otro afirmado niega el derecho que lo negaba y revela el asesino sentido del buen sentido, constitutivo de la doxa.

La arque-genésis del pensamiento de la diferencia tiene su inicio, no en la negación, en el no ser, sino en el escudriñamiento de la diferencia misma, impensable por los siglos de los siglos. La negatividad es la sombra de la diferencia, su peligrosa deriva. La destrucción de la negatividad es el desafío decisivo para una filosofía de la diferencia.

El pensamiento del otro no es esencial al acto de pensar al otro porque no es el pensamiento lo que constituye el acto de pensar. El pensar que se origina en el pensamiento mismo no podría develar la diferencia de la alteridad. Acabemos con ese pensar esclavo del pensamiento para poder pensar, afirma Deleuze.[7] Si fuera así, sería imposible pensar al otro cuando la filosofía recusa toda doxa particular. El pensar al otro tiene un comienzo sin historia; es un contrapie; es un pensamiento sin imagen porque antes sólo ha habido negación. Comenzar a pensar al otro es un discurso absolutamente singular, casi al borde de la mala fe, porque nunca logramos afirmar la pertenencia de otro a la naturaleza y al concepto. Pensar sin imagen es la gran dificultad del pensar al otro. La imagen ortodoxa ha estado unida a la identidad y la unidad. De hecho, el gran reto es encontrar un comienzo para pensar. El comienzo del pensar es singular y sin representación. Se comienza a pensar cuando logramos crear un pensamiento sin imagen.

Por ser un pensamiento sin imagen, la idea del otro no tiene un antes ni un después. El otro está en medio. Por tal motivo, no hay sentido o direccionalidad para el recorrido. El otro es el resultado de la metamorfosis del movimiento; es una línea de huida; es la diferencial oposición ontológica. En cada punto del ser diferente debemos encontrar sentido, El ser de la alteridad irrumpe desnudo y desnudado, sin ninguna categoría, sin ninguna disposición; fijo en su compartir inmanente. El ser es unívoco y sus estados están repartidos y clasificados por analogías equívocas.

 

En fin, el pensar al otro se hace desde la territorialidad del yo por lo que es in-asignable todo lo que se dice sobre él. El movimiento definitorio deja en suspenso la definición. Se trata de un movimiento que comparte energías en lo in-discernible. El otro es pura metamorfosis, institucionalizable bajo la condición de ocurrir en un medio en el que nada se le puede asignar y nada se puede definir o discernir. Él es la propiedad de lo transitorio. El alter que difiere es la apropiación de lo impropio en el movimiento de los movimientos.

5. El otro antes del pensar es la absoluta deriva de la alteridad

El otro está antes del pensar; él es el origen del pensar. El cambio de las palabras viene de él. Yo no puedo decir lo quiero porque el otro está frente a mí. El otro es la fuerza y la limitación de mi deseo en el poder del decir. Él nos enseña a pronunciar las palabras de otra manera. El otro orienta de una forma muy particular los discursos. Su presencia organiza el hablar y da sentido a los contenidos porque hablar es hablar a alguien y hablar es hablar en nombre de alguien. Hay lenguaje porque hay otro. Más que un decir algo sobre algo, el lenguaje es el decir de alguien a alguien sobre algo. El alguien de los extremos es lo que impulsa la necesidad de decir algo. Sin otro, el lenguaje sería in-esencial. En realidad, el otro es nuestro derecho a hablar porque no hay derecho sin el otro del mismo modo que el deber existe por el otro. El campo de los derechos y los deberes pertenece a la organización de la alteridad.   El derecho de decir no descansa en mí, pertenece al otro que me escucha, me interpela y también me habla. No es el poder decir o el saber decir o el querer decir lo que justifica el decir. Son los otros los que me permiten o impiden una interrupción. El derecho es arbitrario cuando creemos que todo depende del yo o que solo depende de nosotros mismos.

Podemos decir sobre el otro, pensar al otro, hablar del otro, sin embargo, el derecho de cualquiera de estos actos, descansa en el otro y tal derecho es intransferible. El otro es el derecho para poder hablar sobre él o hablar de él o con él. Nos dirigimos al otro para traspasar el habla. En realidad hablar para sí mismo es una indecencia. El discurso viene del otro y regresa al otro. La apropiación de la palabra es la desviación de la ley de rectitud.

Las palabras son indispensables en la relación con el otro y el otro nos viene a través de palabras. El lugar sagrado de advenimiento del alter es la palabra. Nunca faltan palabras para el otro ni del otro. El otro es comunicación en sus gestos, en su cultura y hasta en su silencio. El decir es un acto de profunda generosidad; es construcción continua. Sin embargo, existe un único lugar en el que nos faltan palabras y es la muerte.[8] Con la muerte, cesa el decir del otro y nuestro decir se detiene por el palabra que ya no tiene respuesta. Hablar sin respuesta es un acto macabro. La palabra se fecunda en la respuesta por ello, la busca. La palabra es un don avalado por el otro.

El hablar al… antecede al hablar del… Primero fue el hablar al otro, después vino el hablar del otro. El otro como contenido solo pudo ser posible después de la presencia del otro en el hablar. El sujeto es originario para el contenido. La dirección del al permite la no arbitrariedad de los contenidos. El saludo hace el recuerdo. La memoria es la nostalgia de la direccionalidad ausente, como el concepto de la representación.

Si el contenido vive subordinado a la dirección, entonces, el otro es la rectificación, la interpelación, el cuestionamiento a todo discurso. La bondad no es la intención de obrar en el bien o por el bien del otro; la bondad es aquello que el otro puede constatar y confirmar como bueno. Aún, el otro transforma el contenido de lo que consideramos bueno; él relativiza los pensamientos que tenemos sobre otro. El contenido es desalojado del cogito por el otro que re-significa y demuestra la justicia en todo lo dicho y que está por decirse. La ciencia es una fábula cuando el otro no es más que un análisis o un dato. El otro atrapado en la estadística es ya una sospecha porque sin interpelación los contenidos pueden ser mentiras. El para los otros de los estudios, las éticas y las políticas bordea el campo de la crueldad. El otro desviste la política de bien común sin otro y ridiculiza la ciencia cuando señala la perdida de su carácter inofensivo.

La consideración importante concedida al otro hace parte del acto presente. El otro presente hace que el hablar del sea un irrespeto. El hablar al no nos permite el hablar del. El sujeto presente rehusa la conversión al contenido. En cierta forma, la presencia del otro ya no nos permite pensarlo. Para Levinas, “la “urgencia de la destinación” es la rectitud que nos conduce al otro. El acto más ético de todos los actos consiste en dirigirnos al otro, en vivir rompiendo con el contenido, en relacionarnos con el otro, en vivir en la deriva compartida. En consecuencia, el pensar al otro no es un acto suficientemente ético.

No se va al otro para volver a sí. La direccionalidad conserva su linearidad mutable. La vuelta al otro implica no poder regresar tranquilamente a sí. Los dos son modificados irreversiblemente. Lo que sucedió ya no puede ser cambiado pero si podemos luchar para que nunca más vuelva a ocurrir. No hay un eterno retorno cuando la presencia es la dirección. Ya no volvemos a la mismidad de la eterna repetición. El otro nos desfasa hasta el punto de sacarnos de las tautologias inservibles. Él es una perdida sin capacidad de balance. Por el cambio en el para sí, la otredad es una inocencia sin ingenuidad.[9] El otro cambia y nos cambia, aún, sin la intención de hacerlo. Todo es un nuevo comienzo con el otro y para el otro.

La rectitud es la recta del al que no puede ser pensado. Es una rectitud que es crítica de sí y para el otro. El otro es factor crítico para ser tenido en cuenta desde su rectitud. El otro que no logre criticarnos subraya la pérdida de ingenuidad del en sí. La crítica la puede hacer el otro porque él es la rectitud de lo recto. El en sí del eterno retorno banaliza la crítica. La crítica del otro no tiene necedad. Porque hay otros, hay rectitud en la crítica, lo cual significa que la critica del yo sin el otro no es honesta. En el otro comienza y termina la crítica porque su mirada me pone en cuestión.

El movimiento hacia el otro es de absoluta donación. No voy hacia el otro porque regreso mejor; voy al otro sin espera de retribución. Cuando lo que sigue importando es el beneficio, la otredad se inscribe en un eterno revenir en el que ella sigue oculta. Por tal motivo, el todo vale del mercado no es el mejor tiempo para la alteridad. La ley de la oferta y la demanda incide en el aniquilamiento de la rectitud hacia el otro. El don del movimiento es lo que no puede ser cancelado porque no hay nada que lo pueda sustituir. El movimiento de la radical donación es de absoluta trascendencia y no como lo pensaba Deleuze: inmanencia y nada más que inmanencia. El regresar del otro hacia mí viene ya trascendido. En realidad, el movimiento hacia el otro está más allá de la preocupación; es el movimiento de la rectitud.

El otro es la respuesta a mi hablar. Ser responsable es ser respuesta; es contestar a alguien que no nos hablado pero que nos interpela y espera nuestra respuesta. La responsabilidad como respuesta es incuestionable e indecible. El responder de la responsabilidad, decía Levinas, precede mi libertad. La libertad sin responsabilidad es una violencia. Por la presencia del otro, la libertad cobra sentido y sobretodo, la responsabilidad es ilimitada. No se es responsable por divertimiento, o en el tiempo libre. Una responsabilidad calculada es una máscara. Alguien solamente puede ser responsable en el momento que da un sí in-condicionado.

El otro orienta la verdad, la ética, la filosofía, la política y el Estado. El otro es principio de orientación; él indica un camino nuevo y humano; él es el rostro del bien. La desorientación de la crisis sólo tiene una balsa de salvación: la otredad de lo otro. Todo cambia con la anterioridad de lo otro, aún, el mismo sentido de la deriva. Vale la pena que el ser se pierda en la deriva porque sin deriva no hay alteridad de lo otro ni de lo propio. Derivando vivimos la culpa sin culpable, en una responsabilidad ilimitada que no puede ser dicha.

La deriva de la alteridad es la afección que vive el yo como otro, inscrito en una separación e interrupción infinita, sin rumbo ni seguridad, lo cual nos lleva a nunca dejar de preguntarnos: ¿Quién es el otro? La deriva de la separación del otro nos hace temerosos y mucho más silenciosos por la angustia de la factible desaparición. El otro en su deriva nos obliga a doblegar de otro modo el espacio del pensamiento.

[1] Jacques Derrida, Op. Cit. 1997, p.7

[2] Ibid, p.8

[3] “En el aplazamiento de la différance siempre habrá precipitado lo otro hacia lo otro, lo totalmente diferente.” Ibid, p.10

[4] Derrida afirma: “El otro es una crítica al sistema de las constricciones advenidas como logocentrismo en la forma de la filosofía occidental y como fonocentrismo en la extensión del imperio.” Ibid, P.27

[5] Ibid, p.34

[6] Lévinas E. Op. Cit. p.62

[7] Gilles Deleuze, DIFFERENCE ET REPETITION, Op. Cit. p.82

[8] Derrida decía: “Se trata de transpasar el habla, allí donde nos faltan palabras” Jacques Derrida, ADIOS A EMMANUEL LEVINAS, palabras de acogida, Madrid: Editorial Trotta, 1998, p.12

[9] Ibid, p.12